[Off the Record. La vida que acontece mientras pasan otras cosas] Vol 2. Sal con una chica que no lee
"Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Por eso largo de aquí chica que lee; coge el siguiente tren y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio”.
Allá por 2011 se “viralizó” un relato escrito por Charles Warnke. No hay mucha información sobre él en la web. Fue como si hubiese escrito esas 1130 palabras y luego se lo hubiese tragado la tierra.
Todavía me pregunto quién es la misteriosa lectora que le rompió el corazón. Cuál habrá sido el libro que estaba leyendo cuando lo dejó. De qué tipo de vida mediocre escapó al hacerlo. Si lo hizo por propia voluntad o si fue ese mismo libro el que la motivó a hacerlo.
A mí un libro me hizo renunciar a un trabajo. “La Agonía y el Éxtasis” de Irving Stone. Y otro libro me hizo “no renunciar” a mis sueños de más viajes y aventuras por el mundo. “Diario de viaje. Cartas desde la India, China y Tíbet” de Alexandra David-Néel. Sólo los que no leen son ignorantes respecto a todo lo que un libro puede provocar en el momento justo.
Me pregunto si allá por 2011 existía la expresión “viralizar”. No lo creo. Así como supongo que tampoco existían los algoritmos ni toda esa cuestión maquiavélica de ser alimentados continuamente por todo eso que llama nuestra atención. Hoy es muy normal toparme con reels y publicaciones relacionadas con libros, cuentos o relatos, pero en aquél entonces fue pura casualidad. Y desde ese momento el misterioso relato se quedó conmigo.
Quizás por su título: “Sal con una chica que no lee”.
Quizás por ser yo misma una chica que sí lee (y mucho).
Quizás porque la lectura ha sido el escape de mi vida y me pregunto quién podría renegar sobre este hábito. Sobre el perfecto bálsamo para una mente inquieta, siempre inquieta.
Sobre mi escudo y motor y alimento.
Mi placer solitario.
Sobre la autosuficiencia y los mundos que se abren y la comunión entre esas palabras que nos invaden y nuestra mente esponjosa absorbiendo todo. Imaginando todo. Sufriendo y amando y co-creando.
Que nadie se atreva a meterse con la lectura porque ha sido mi salvación. Y también mi perdición.
Porque claro, todo lo que salva también condena.
El relato (parte 1)
“Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Cautívala con trivialidades poco sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.
Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Comienza a darte cuenta.
Concluye que probablemente deberían casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.
Deja que pasen los años sin que te des cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida porque nada provino nunca de su capacidad de amar”.
Cada vez que leo esta primera parte del relato algo se encoge dentro mío. Me genera angustia y una mezcla de lástima y pavor, pero inmediatamente después deviene un sentimiento de tranquilidad, de que no hay nada que temer, de que yo nunca podría caer en una vida así porque soy una chica que sí lee (y mucho), y porque siempre me creí merecedora (o buscadora) de algo extraordinario. Como Anaïs Nin1 que escribió en su diario esta frase que más de una vez ha reafirmado mi idea de la búsqueda de una vida digna de ser narrada: “Me niego a vivir en un mundo ordinario como una mujer ordinaria. Para entablar relaciones ordinarias. Quiero éxtasis”.
ordinario, ordinaria
1. adjetivo.
Común, regular y que sucede habitualmente.
éxtasis, éxtasi
1. nombre masculino
Estado placentero de exaltación emocional y admirativa.
Anaïs Nin leía mucho y se salvó de una vida ordinaria. Quizás yo también esté a salvo de esa vida vacía que tan a la perfección describió Warnke.
De las trivialidades y los muros.
De navegar siempre en la superficie.
De no pensar, no sentir, no registrar el paso del tiempo.
Del aburrimiento, de la indiferencia y la tristeza.
Pero no de la muerte. De eso nadie se salva. Pero al menos yo pretendo enfrentarme a ella bien liviana y habiéndolo aprovechado todo, así como tan bien lo expuso Erma Bombeck2: “Cuando me presente ante Dios al final de mi vida, espero no tener ni un ápice de talento desperdiciado y poder decir: «Usé todo lo que me diste»”.
Lo gasté todo. Lo aproveché todo. Lo exploré todo.
Al menos yo no tuve otra alternativa, porque el miedo que sentí cuando miré para atrás y descubrí que no lo había hecho, que no lo estaba haciendo, pues fue paralizador y determinante. Y entonces me puse en acción. Y entonces estoy a salvo y la vida del relato no representa un peligro para mí. No importa cuántas veces haya coqueteado con ella. No importa a cuántas discotecas mugrosas haya ido o cuántas veces haya sonreído más de la cuenta entre las luces y el humo, esperando algo que nunca llegó.
No importa cuántas veces me haya enamorado a base de trivialidades y frases cliché y que me hayan besado a la salida de no una, sino varias discotecas mugrosas en ese preciso instante en que la luz del día empieza a desdibujarlo todo.
O más bien, empieza a dibujarlo demasiado.
Qué fácil sería para la chica que lee mirar por arriba del hombro a la chica que no lee. Sentirse superior sólo por haber desarrollado desde muy temprano el hábito de tener que escapar de una incipiente vida confusa y dolorosa. He caído en la tentación a lo largo de los años, la de menospreciarla por querer ser amada sin importar el costo. Por querer construir un muro impenetrable alrededor de rutinas insignificantes e intereses vagos. Por querer celebrar contratos por inercia.
Pero no lo hago.
Porque yo también construí muros alrededor de una relación y dejé que pasen los meses sin darme cuenta.
Qué digo los meses, los años.
Y celebré contratos por inercia y hasta soñé con un anillo dentro de una copa. Y muchas, pero muchas más veces de las que querría reconocer me he sentido vacía y etérea.
Quizás este texto ha sido a lo largo de los años un espejo en el que siempre me dio miedo mirarme. Una potencial vida siempre amenazando, siempre mirándome de reojo. Una potencial vida de complicidades fingidas. De intereses pseudo compartidos. De ideales pre-fabricados que nos terminan llegando, pero devaluados. Y una pensando, ¿y si no consigo nada mejor que esto? No Dios, no me permitas caer en eso. Que alguno de los libros que he leído me salve. Quizás Ana Karenina. Quizás alguno de Charlotte Brontë.
Que me salven del miedo a conformarme.
Y del miedo a perderme algo bueno por culpa del miedo a conformarme.
Y del miedo a sucumbir al modelo de vida de la mujer de la primera parte de ese relato.
Y del miedo a perderme ese modelo de vida que quizás no sea tan malo después de todo porque una vida así al menos deja cierto legado en forma de hijos. Y quizás dejar descendencia justifique una vida mediocre.
mediocre
1.adjetivo
De calidad media. De poco mérito, tirando a malo.
Quizás los hijos compensen la mediocridad y la anulen, y todos en paz con el Universo. Estamos a mano, no me pidan más.
Pero recién cuando apenas logro asomar la cabeza de la espiral de neurosis que me provoca la primera parte del relato de Wrenke, es cuando me doy cuenta de que lo más importante que hicieron los libros por mí fue salvarme de todos estos miedos. Ayudarme a no sucumbir a la vida de poco mérito, de calidad media. Incluso con el riesgo de darme cuenta al final del camino que eso de apuntar a la luna y fallar no era más que una ilusión, y que vale más una vida mediocre en compañía que una vida solitaria y pretenciosa.
El relato (parte 2)
“Haz todas estas cosas, maldita sea, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que hace de mi sofística vacía un truco barato.
Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo continuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.
Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.
No salgas con una chica que lee porque ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov, con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo. Te odio, de verdad te odio”.
Llévate a tu Hemingway y a Kundera. A Tolstoi y a Dostoievski. A tu Montero y tu Murakami.
Llévate tus ínfulas de autosuficiencia y esa absurda idea de elegir el querer por sobre el necesitar.
Llévate tus pretensiones de libertad y esa estúpida idea de que los que forman pareja tienen que elevarse mutuamente y no hundirse en reclamos y en círculos viciosos y en burdos chistes que esconden inseguridades y menosprecio y amargura.
Llévate esa ridícula idea de querer defender tus espacios y tus tiempos y tus dudas y certezas. De querer hacer las cosas con calma, de saborear las pausas, de demorar el placer.
De poner límites y resistir embate tras embate en nombre del amor.
Y no me importa cuántas veces hayas intentado explicarme que el amor no puede estar hecho de patadas y de llanto. Llévate esas explicaciones eternas y tu intransigencia a la hora de exigir lo que te mereces. A la hora de tolerar errores, no importa qué tan mínimos, predecibles o justificables sean.
Llévate tus altas varas y estándares imposibles y tus pretensiones de amor elevado pero sin compasión.
Coge el siguiente tren y llévate contigo esa última mirada de rechazo y decepción que me arrojaste encima la noche en que sucumbí a mi naturaleza. En que mostré los hilos sueltos, esos que siempre adivinaste ocultos por ahí. Esos que ignoraste en nombre de las casualidades y causalidades y de la eterna valentía de siempre querer probar todo lo que la vida te pone por delante.
Ya sean aventuras, oportunidades, desafíos.
O amores.
Llévate tu orgullo y tu maldita cautela y esa ridícula exigencia de querer ser amada de manera extraordinaria.
Te odio, de verdad te odio.
Pero no más de lo que me odio a mí.
Maldita la hora
Qué tentación esa la de renegar del amor. Especialmente de los amores complejos y un poco retorcidos. Esos que no fluyen tanto pero que se sienten absurdamente bien cuando sí fluyen, aunque sea de a 5 minutos cada vez. No importan los otros 5000 minutos de peleas y malos entendidos.
Todo sea por esos 5 de éxtasis. Por esa materia de la que están hechos tantos pero tantos relatos:
Chica conoce a Chico. Chica y Chico no andaban buscando nada pero se encuentran. Y ocurre lo que nunca tendrá explicación. Eso de que Chica y Chico vivieron una vida entera sin saber de la existencia del otro. Sin necesitarse. Ignorando sus olores y sabores y mañas. Ignorando sus faltas y debilidades. Hasta que el más fortuito de los hechos cruza sus caminos sólo para que ocurra eso que nunca tendrá explicación. Que nunca nadie podrá poner en palabras. (Yo ni pienso intentarlo). Y luego de una vida entera sin saber de la existencia del otro de repente se buscan, se encuentran, se necesitan absurdamente. Las condiciones no son óptimas, ¿pero acaso alguna vez lo son? Bueno, algunas veces sí. Pero no en este caso. Chica se resiste, intenta ignorar lo que emana de alguna memoria celular que ella desconoce. Chico va por todo. Chica ya no puede resistirse. ¡Ay de aquella época del cortejo! De las miradas, los gestos. Una mano rozando un brazo. Un pie rozando una pierna. Dos pares de ojos que al cruzarse se entregan a eso que nunca tendrá explicación. Y la electricidad, las risas, los pensamientos intrusos. Malditos pensamientos intrusos. Pero las que leemos sabemos, lo sabemos muy bien. Que luego de que los protagonistas son puestos en escena; luego de las miradas y las risas y la electricidad; que luego de todo esto vienen los nudos.
¡Ay de los nudos!
Que alguien me explique por qué luego de las miradas y las risas y la electricidad no podemos pasar directamente al clímax. ¿Por qué no podemos ir derechito y sin escollos al “y vivieron felices para siempre”?
¿Por qué no podemos saltar los malditos nudos?
¿¿Por qué??
Pues resulta que yo, la chica de las teorías, todavía no he encontrado ninguna teoría satisfactoria y no importa qué tanto estén de moda el “fluir”, el “déjalo ser” y eso de que “si tiene que ser será”, a la única conclusión que he llegado es que en la vida no podemos escapar de la agonía de los nudos. En los libros tampoco, pero en los libros casi siempre se desenredan. En la vida casi siempre no. Pero las chicas que sí leemos lo sabemos, aunque decidamos ignorarlo por un ratito. Aunque decidamos meternos de lleno en una narración enredada, todo sea por la trama.
Todo sea por hacerle honor a eso que tanto amamos.
Lo hacemos sin importar el precio, pero al final del relato sabemos muy bien que la importancia que debe dársele al precio es directamente proporcional a los años que se tienen. A los libros que se han leído. Quizás sea porque nos queda menos tiempo. O quizás por esto mismo es que lo hacemos.
No lo sé, creo que me enredé.
Me enredé acá y me enredé en mi vida también. En nombre de tantas cosas, pero principalmente de la idea de que al amor se lo enfrenta aunque sea con dudas. Que huir es de cobardes. Pero incluso la lectora más experimentada se encuentra con nudos para los que ningún libro la había preparado. Y podrá escapar, claro que sí. Para esto sí la prepararon sus libros.
Para los finales, para las despedidas.
Magullada, dolida y un tanto humillada quizás, pero podrá escapar. Y aquí es donde empieza otro dilema, el de maldecir la trama o no.
Al amor.
A la mano que mueve los hilos.
Al chico que no lee y que odia a las chicas que leen. Ese chico que prefiere el infierno antes que el purgatorio, mientras nosotras escapamos de su vida enredada y confiamos en que el Paraíso nos espera a la vuelta de cualquier esquina.
Maldecir, renegar.
Apelar a esa arma de doble filo que es el arrepentimiento, mientras una frase nos martilla la mente cual mantra tibetano: “maldita la hora”.
Maldita.
Sí, maldita.
Pero momento.
¿Tan maldita fue?
“Call me by your name”
Cada vez que se me ocurre maldecir por amor me viene a la mente el final de esta bellísima película de Luca Guadagnino3.
“Llámame por tu nombre”4 (su título en español) es una película que transcurre a lo largo del verano italiano de 1983 y que relata el despertar amoroso de Elio, un adolescente curioso, intelectual y algo arrogante.
Lugo de la introducción y de cientos de escenas del más perfecto y bucólico verano italiano; luego de algunos nudos y de un viaje romántico y del tan esperado clímax, Elio termina con el corazón roto. Muy roto. Tan roto como sólo puede estarlo un corazón virgen luego de su primera ruptura. Porque no importa cuántas veces nos lo rompan después. No importa qué tan hondo o profundo se sienta, nunca será tan trágico como la primera vez.
Y esta película nos lo recuerda de una manera maravillosa.
En la escena final, y luego de ser testigo silencioso del desencanto amoroso de su hijo, su padre le dice estas palabras:
“Cuando menos lo esperas, la naturaleza tiene maneras astutas de encontrar nuestro punto más débil. Solo recuerda: estoy aquí. Ahora mismo tal vez no quieras sentir nada. Quizás nunca quisiste sentir nada. Y quizás no sea conmigo con quien quieras hablar de estas cosas. Pero, obviamente, sí sentiste algo.
Tuviste una hermosa amistad. Tal vez más que una amistad. Y te envidio. En mi lugar, la mayoría de los padres esperarían que todo desapareciera, que sus hijos salieran adelante. Pero yo no soy ese tipo de padre. En tu lugar, si hay dolor, acógelo. Y si hay una llama, no la apagues. No seas brutal con ella. Arrancamos tanto de nosotros mismos para curarnos más rápido, que llegamos a los treinta en bancarrota y tenemos menos que ofrecer cada vez que empezamos con alguien nuevo. ¡Pero volverse insensible para no sentir nada - qué desperdicio!
Cómo vives tu vida es tu asunto. Pero recuerda, tenemos un solo corazón y un solo cuerpo. Y antes de que te des cuenta, tu corazón estará desgastado y tu cuerpo llegará a un punto en el que nadie lo mirará, y mucho menos querrá acercarse a él. Ahora mismo hay tristeza, dolor. No lo mates, porque con él matarías también la alegría que has sentido.
La mayoría de nosotros no podemos evitar vivir como si tuviéramos dos vidas por delante. Una es el boceto, la otra la versión final, y luego están todas esas versiones intermedias.”
¿Acaso las palabras más sabias de la historia de la literatura para leer luego de una ruptura amorosa?
Para rescatar al amor de los escombros del derrumbe. Del colapso de su Imperio. No importa que ese Imperio haya gobernado por 2 meses o por 2 siglos.
Para rescatarnos a nosotros mismos del arrepentimiento que deviene del dolor, casi como si fuese el más primordial de los actos de supervivencia de la especie. Ni correr, ni luchar, ni congelarnos… ¡borrémoslo todo! “Si sólo tuviese ese poder”, nos decimos. “De volver el tiempo atrás y jugar a este juego más como Kaspárov5 y menos como la idiota que fui”, nos decimos.
Pero tuve la suerte de cruzarme con Guadagnino y cuando mi mente entra en este tren de pensamiento es cuando viene a mi rescate el padre de Elio.
Y viene a mi rescate la noción de la finitud de mi vida.
Y vienen a mi rescate tantos escritores y filósofos y gurús y sabios. Esos que terminan sus análisis y postulados y teorías con una sola conclusión, esa de que el amor es el camino, es la respuesta, el motor y combustible de la vida. Y yo tan terca, siempre tan terca, resistiéndome a cualquier cosa que venga a desordenar mi vida y que no provenga exclusivamente de mis deseos y de mis decisiones.
Poco importa la cuenta regresiva de la vida. Poco importan las probabilidades en mi contra y mis ganas de luchar, correr, paralizarme e intentar borrar todo cada vez que me aventuro en los caminos del amor y termino como Elio.
Maldita la hora.
Maldito ese minuto en que caen los velos y no sé cómo escapar de los nudos de mi vida ni de mis neurosis ni de las páginas de mis libros, esos libros en los que al final todo tiene sentido, en que cada lágrima ha valido la pena. ¿Y en la vida? En la vida nunca se sabe hasta que ya es demasiado tarde.
Tan buena lectora (y espectadora) resulté ser, pero tan cobarde y obtusa a la hora de ser protagonista de mi propia trama.
Salvación y condena, una y otra vez.
Y entonces toco fondo y vuelvo a las palabras del padre de Elio y poco a poco empiezo a emerger mientras me desdigo de mis maldiciones y arrepentimientos y mis ganas de borrarlo todo y de vivir una vida anestesiada y amurallada por la represa de contención que fui construyendo no sé muy bien cómo ni cuándo, pero ahí está, resistiendo embates a base de teorías y preceptos un tanto absurdos, debo confesarlo. Pero las palabras del padre de Elio me hacen querer acoger el dolor y mirarlo de frente.
Hacerle preguntas.
Mirarme en su espejo.
Me hacen querer no maldecir el momento en que sucumbí al deseo y a sus llamas. Aún sabiendo que al entregarme me entregaba a un juego indescifrable. Que me entregaba sin saber si lo hacía por las razones correctas o por eso de que “antes de que te des cuenta, tu corazón estará desgastado y tu cuerpo llegará a un punto en el que nadie lo mirará, y mucho menos querrá acercarse a él”.
Si debería hacerlo por la perspectiva de sentir tan cerca ese exacto punto, el de mi propia caducidad ahí pisándome los talones, estos mismos talones vulnerables que son alcanzados por las flechas de Paris6 una y otra vez; o si decido hacerlo por las razones correctas, esas que expresaron tantos escritores y filósofos y gurús y sabios.
Pero si acaso no tengo las respuestas, al menos me siento y escribo intentando huir del ¿por qué? para cobijarme en el ¿para qué?:
Chico conoce a Chica luego de una poco probable confluencia de caminos y luego de pasar una vida entera sin necesitarse ahora se necesitan. No importa el pavor que Chica le tiene a la palabra “necesitar”. No importa que las condiciones no sean las óptimas y hace mucho que ya dejó de importar quién lee y quién no. No importa que hasta hace 5 minutos Chica no quería saber nada con el amor, pero una cosa es negar el amor cuando hay ausencia de amor y otra muy distinta es negarlo cuando aparece, ¡Dios, cuando aparece!… que alguien sea capaz de señalar a alguien que haya podido resistirse. Chica todavía lo intenta. No sabemos aún si con éxito o no. Chico viene cargado con muchas flechas y es experto en apuntarlas en cada uno de los puntos de Chica que no fueron sumergidos en el río Estigia7. Ojalá hubiese sido sólo el talón. Chico algunas veces dispara y algunas veces la alcanza. Y ella retorcida de dolor escribe y se pregunta para qué se cruzó Chico en su vida. Qué viene a mostrarle. Qué le diría el padre de Elio a Chica mientras Chica no deja de maldecir este enredo.
Este laberinto.
“De los laberintos se sale por arriba” me repito mientras me doy de frente contra cada camino sin salida.
Una y otra vez.
Mientras intento elevarme y lograr algo de perspectiva.
perspectiva
1. nombre femenino
Sistema de representación que intenta reproducir en una superficie plana la profundidad del espacio y la imagen tridimensional con que aparecen las formas a la vista.
Mientras la perspectiva se me escapa junto con el hilo de este relato.
El epílogo
Y si al final como buena Chica que lee no me queda más opción que vivir mi vida como si fuese un libro, en parte escrito por mí, en gran parte escrito por la mano que mueve los hilos. Y si al final ya es demasiado tarde y no tengo escapatoria, pues no cabe que sea ningún otro salvo uno de esos de “Elige tu propia aventura”.
Y si al final somos nosotros los que elegimos, pues yo elegí una difícil (cuándo no). Elegí ser espectadora de una escena que se desenvolvía ante mí, tan natural que me sale hacerlo. Podría haber dado un paso al frente y cambiar la historia, pero lo que nos salva nos condena.
Nada que hacer.
Salvo volver a elegir, en un loop eterno hasta el final de los tiempos. Y hasta quizás en el mismísimo final aún exista la chance de torcer algo, por mínimo que sea.
Y si al final somos nosotros los que elegimos, pues no me queda más opción que elegir honrar a este único corazón y a este único cuerpo. Y honrar el hecho de que hayan sido mirados (y amados) una vez más, aunque ese amor haya llegado con menos levedad y más nudos de los que jamás hubiese pedido o deseado. Porque si acaso soy capaz de llegar hasta acá sólo para quedar petrificada una vez más, mirando sin reaccionar, hundida en mis heridas y dolores, estas 5730 palabras hubiesen sido en vano.
Y si acaso recorrí este camino de palabras mías para llegar hasta acá ahogada en preguntas sin respuestas, esta parálisis reafirmaría un imperdonable error a esta altura, el de reconocerme sólo como una Chica que lee e ignorar a esta chica en la que me estoy convirtiendo y que me gusta tanto, al menos más que cualquier otra que haya sido antes, una Chica que escribe. E ignoraría que la magia de ser una Chica que escribe radica en esa fuerza incontrolable que te lleva de las narices a explorar vericuetos de tu mente hasta hoy inalcanzables, a mirarte a través de las palabras, a encontrar en ellas eso que tanto has perseguido inútilmente en la vida.
La magia de ser una Chica que escribe radica en llegar hasta acá sólo para cerrar el círculo de intentar imaginar qué diría Charles Warnke respecto a salir con una Chica que escribe.
Probablemente lo desaconsejaría con mucho más énfasis porque esta chica es más soñadora, testaruda, resiliente, compasiva y de armas tomar que aquella que sólo lee. Pero más capaz de entender y perdonar.
Y yo no podría estar más de acuerdo.
Fin 🖤
Gracias por llegar hasta acá :)
Anaïs Nin Culmell (Neuilly-sur-Seine, Francia, 21 de febrero de 1903-Los Ángeles, 14 de enero de 1977), fue una escritora francesa, nacida de padres cubano-españoles. Después de haber pasado gran parte de su infancia con sus familiares, se naturalizó como ciudadana estadounidense. Autora de novelas vanguardistas en el estilo surrealista y erótico, es principalmente conocida por sus escritos sobre su vida y su tiempo recopilados en los llamados Diarios de Anaïs Nin, volúmenes del I al VII. Nin comenzó a escribir su diario a comienzos del siglo XX, a la edad de once años. Fuente: Wikipedia.
Erma Bombeck fue una destacada columnista y escritora estadounidense, conocida por su ingenio, humor y capacidad para abordar temas cotidianos de la vida familiar con franqueza y sinceridad. Nacida el 21 de febrero de 1927 en Dayton, Ohio, Bombeck se convirtió en una figura querida y admirada en el ámbito literario y mediático durante la segunda mitad del siglo XX. Fuente: BooKey
Luca Guadagnino (10 de agosto de 1971, Palermo) es un director de cine italiano. Nació en Palermo, la capital de Sicilia. Su padre era de la provincia de Agrigento y su madre era argelina. Inició su carrera rodando documentales, videoclips y anuncios comerciales, antes debutar como director con el largometraje The Protagonist, en 1999, un thriller que estaba protagonizado por su actriz fetiche, Tilda Swinton, de la que es íntimo amigo y con la que ha colaborado en varias ocasiones. Se dio a conocer internacionalmente con Melissa P, adaptación del polémico bestseller homónimo, que contó con la actriz española María Valverde. Fuente: fnac
Call Me by Your Name es una película de drama y romance estrenada en 2017; ganadora del Premio Óscar por mejor guion adaptado. Fue dirigida por Luca Guadagnino y escrita por James Ivory, basada en la novela homónima de André Aciman (2007). La cinta pertenece a la trilogía «Deseo» de Guadagnino junto con Io sono l'amore (2009) y Cegados por el sol (2015). Ambientada en el norte de Italia en 1983, la cinta narra la historia de amor entre Elio Perlman (Timothée Chalamet), un adolescente de 17 años, y Oliver (Armie Hammer), el asistente de su padre. Fuente: Wikipedia
Garri Kaspárov, Campeón del mundo de ajedrez.
Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, y de Hecabe, es considerado como el causante de la guerra y caída de Troya.
Durante la guerra, fue Paris el que acabó con el formidable héroe griego Aquiles al clavarle una flecha en el talón, la única parte vulnerable de su cuerpo. No se trató de una hazaña del príncipe troyano, pues la flecha estaba dirigida por Apolo. Paris murió poco después, víctima también de una flecha lanzada esta vez por Filoctetes, que de joven había recibido como regalo el arco y las flechas de Hércules cuando éste estaba a punto de morir. Fuente: Mitos y Relatos
El río Estigia en la mitología griega constituía el límite entre la tierra y el mundo de los muertos, el Hades, al que circundaba nueve veces. Los ríos infernales: el Estigia (río del odio), el Flegetonte (río del fuego), el Lete (río del olvido), el Aqueronte (río de la aflicción) y el Cocito (río de las lamentaciones) convergían en su centro formando una gran ciénaga. Popularmente se creía que las almas de los difuntos podían cruzar el Estigia en una barca guiada a veces por Caronte y a veces por Flegias. Llegados al inframundo, las almas recibían un premio o un castigo en función de la vida que habían llevado cuando estaban vivos.
La leyenda también cuenta que el Estigia volvía invulnerable cualquier parte del cuerpo que se sumergía en él. Así, Tetis bañó a su hijo Aquiles en el río y este logró la invulnerabilidad, a excepción del talón por el que su madre lo sujetó al sumergirlo y que se convirtió así en su único punto vulnerable.