[Crónicas de un viaje de 75 días por el sudeste del continente Asiático] El Epílogo
Una oda a las dualidades este cierre. Un epílogo que es parte prólogo. Un final que fue el principio de tanto. Un río que nunca es el mismo. Y yo, que volví de este viaje "igual, pero diferente".
Con el corazón roto y una pandemia pisándome los talones.
Con muchas preguntas y algunas ideas.
Con 61 días relatados en mis diarios (y 14 faltantes).
Con más de 10.000 fotos en mi celular y muchas historias por contar.
Con gran orgullo por la proeza.
Y con ganas de más mundo (mucho más).
Así fue como llegué a Buenos Aires el 28 de febrero de 2020 luego de 75 días viajando por el sudeste del continente Asiático.
Luego de haber visitado 7 países y 10 ciudades. De haber tomado 15 aviones, 2 ferries, 1 lancha, 1 crucero y muchísimos adminículos extraños con 2 ruedas y carros adosados.
De haber dormido en 14 hoteles y 3 hostels. Y de haber comido en más Starbucks y McDonald’s de los que me gustaría reconocer.
Luego de haber hecho más amigos de los que hubiese sido capaz de imaginar antes del viaje si acaso me hubiese imaginado que iba a conocer gente y forjar amistades que aún sobreviven, 3 años y 7 meses después de este viaje.
Luego de haber llorado de felicidad más veces que en todos mis años de vida previos a este viaje. Y de haberme enamorado de más cosas de las que casi nadie es capaz de enamorarse: de calles, olores, sensaciones, energía, escenas, atardeceres, cafecitos, edificios, templos, historia, sonidos, arquitectura, contactos, experiencias, caminatas, encuentros, ideas, islas, el color de muchos mares.
Y personas, claro. Porque este viaje tuvo (al menos) 3 amores. Uno que se me perdió una noche de año nuevo en las calles de Hong Kong. Uno muy fugaz que dejé en una islita de Filipinas. Y uno que me rompió el corazón en mi última noche en Tokyo, ahí cuando parecía que ya bajaba la persiana de este viaje.
Pero el problema es que yo no soy buena para volver. Para cerrar etapas.
Para dar por terminado un viaje con el que había soñado durante al menos 15 años.
Yo me aferro.
Con nostalgia y conmemoraciones. Con rituales.
Revisando diarios y fotos.
Llenando mi casa de objetos que me recuerdan una y otra vez a ese viaje largamente soñado.
Vistiendo la ropa que compré en cada ciudad. Usando la pulserita roja que me ató en la muñeca un monje budista en Angkor Wat.
Recordando sin parar. Hablando sin parar. Releyendo y escribiendo sin parar.
Hasta que por fin entiendo que el viaje no terminó porque ya forma parte de mí.
Y aunque no me hice ningún tatuaje conmemorativo, ni un cambio de look extremo. Aunque yo nunca sienta que un viaje vaya a cambiar mi esencia. Ni que haya recorrido medio mundo para “encontrarme”. Aunque yo evite los clichés y lugares comunes de un viaje tan transformador, el viaje está tan dentro mío que todo lo anterior no tiene importancia.
Está tan impregnado en mí que todo lo que experimenté, lo bueno y lo malo, lo pleno y desolador, lo perfecto y lo que estuvo muy pero muy lejos de la perfección, todo eso se convirtió en una amalgama de sensaciones que me hizo volver a lugares más reales y compasivos.
A lugares largamente olvidados y más esenciales.
Y finalmente, al lugar más perseguido de todos, el de la tranquilidad de saber que (aunque quizás un poco tarde), al fin empezaba a saldar algunas cuentas pendientes.
Same same but different…
…que puede traducirse como “igual igual pero diferente”, es la frase que me viene a la mente cada vez que pienso en cuál es la versión de mí que vuelve de mis viajes.
Y muy especialmente, de los viajes más largos.
Porque no soy la misma que se fue, eso es seguro.
Nunca lo somos, de hecho. En ninguna circunstancia que involucre el paso del tiempo (ni el fluir de la vida):
“Nadie se baña 2 veces en el mismo río” es una frase (o aforismo) que se atribuye a Heráclito de Éfeso, filósofo griego presocrático que nació en el año 535 a.C.
Y si seguimos su lógica, es fácil entender que las aguas fluyen y nunca son las mismas. Y lo mismo ocurre con nosotros: “En los mismos ríos entramos y no entramos, (pues) somos y no somos (los mismos)” es otra versión del aforismo de Heráclito.
Y resulta que mientras buscaba un poco más de contexto sobre Heráclito y sus ideas, vengo a descubrir una conexión entre el filósofo griego y Borges, donde es este último quien interpreta de manera magistral la idea del río y la fluidez y el paso del tiempo:
“Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel tiempo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río. ¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término –esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado-, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes. El problema del tiempo es ése. El problema de lo fugitivo: el tiempo pasa”1.
Ese “horror sagrado” del que habla Borges me ha perseguido a lo largo de la vida, pero muy especialmente cuando viajo. Porque soy capaz de tolerar los ríos que fluyen y el tiempo que pasa, pero el verdadero horror para mí sería no percibir las huellas.
Las marcas que el viaje dejó en mí.
Sin caer en el cliché de ir hasta Asia sólo para encontrarme, pero pretendiendo que la proeza haya dejado algo significativo en mí.
¿Algo como qué? Buena pregunta.
Pero esperando que la búsqueda haya dado algún resultado.
¿Y qué es lo que voy a buscar? Todo y nada al mismo tiempo.
Y muy especialmente, confiando en que el viaje me devuelva más auténtica.
¿Que quién soy a la vuelta?
La misma, pero diferente.
Encontrarme versus conocerme
No recuerdo la circunstancia exacta en la que escuché “same same but different”, pero sé que fue en Tailandia cuando pregunté cuál era la diferencia entre un plato que había comido en Vietnam y uno que estaba por elegir en un restaurante en Bangkok.
No tengo la imagen exacta ni del mozo ni del restaurante, pero puedo apostar que me contestó con una sonrisa algo pícara: “iguales iguales, pero diferentes” .
Me gustó la frase, me dejó pensando. Es sutil y permite el escape de una explicación que puede llegar a ser complicada. O larga y aburrida.
Incluso innecesaria.
Es una forma de decir “sí pero no”. “Lo mismo, pero diferente”. Es ambigua y algo contradictoria, pero a mi entender, perfecta para aplicarla en situaciones algo inexplicables. Como la mía cuando volví de este viaje de 75 días por el sudeste del continente Asiático.
Porque cómo explicar(me) quién era a la vuelta, qué tanto había cambiado. Si había encontrado algo o no.
Si era la misma o una versión mejorada.
Y la tentación era enorme. La de responder(me): “I found myself in Asia” (Me encontré a mí misma en Asia) una frase de Sabrina Fairchild, personaje principal de la película que lleva el mismo nombre y que habré visto cuando tenía 18 o 19 años. Aunque la sutil diferencia es que Sabrina se encuentra a sí misma en París (y que yo creo que es bastante cursi eso de ir a intentar encontrarse a una misma del otro lado del mundo).
La versión que yo vi es una remake de 1995 protagonizada por Julia Ormond y Harrison Ford, mientras que la original es un clásico de 1954 y estuvo protagonizada por Audrey Hepburn y Humphrey Bogart.
En la película, Sabrina es la joven hija de Thomas, el chofer de la familia Larrabee, y toda su vida ha estado enamorada de David, el hijo menor de los Larrabee.
Sabrina es inocente, sencilla y un tanto desaliñada, hasta que viaja a París por una pasantía en la revista Vogue. La experiencia transforma a la tímida hija del chofer en una mujer desenvuelta, sofisticada y elegante, y cuando finaliza sus estudios decide regresar a casa.
Apenas llegada de París, Sabrina hace su entrada triunfal durante una fiesta de la familia Larrabee donde aparece luciendo su radical cambio de look y un vestido negro infartante.
Y David, sin reconocerla, se enamora de ella.
En un diálogo de la película Sabrina (todavía en la capital francesa) dice estas líneas: “Vine aquí sola, sin educación. Durante ocho meses me senté en un café, bebí café y escribí tonterías en un diario. Y luego, de alguna manera, dejaron de ser tonterías. Fui a dar largos paseos y me encontré a mí misma en París”.
Romántico. Aspiracional.
Y un poco cursi, claro.
Pero por más que desde siempre haya querido utilizar esa frase a la vuelta de algún viaje, yo no fui precisamente a Asia con la idea de “encontrarme”.
Un poco sin pretenderlo, yo fui a conocerme.
A ponerme a prueba. A desafiarme.
A conocer más del mundo y de la gente que lo habita.
A perseguir “escenas”.
A aprender a no planificar demasiado.
A fluir y amigarme con mi ansiedad.
A perdonarme la imperfección.
A enamorarme y que me rompan el corazón.
A llorar de felicidad. De orgullo. De realización.
No, definitivamente yo no fui a encontrarme en Asia. Yo fui a “intentar vivir aquello que brotaba espontáneamente de mí”.
¿Por qué hubo de serme tan difícil?
Definir es limitar
El problema ha sido siempre para mí definir.
Qué quiero. Cómo me siento. Quién soy.
Cómo volví de este viaje. De todos los viajes.
Pero si “definir es limitar” como alguna vez dijo mi querido Oscar Wilde, yo he buscado siempre esos límites. Tan fundamentales para entender, clasificar y ordenar, como tanto me gusta a mí.
Como tanto he necesitado.
Pero ya de chica empecé a sentir mucha frustración porque esa delimitación se me volvía esquiva. Porque percibía una dualidad en mí que luego entendí es parte de nuestra humanidad.
Aunque algunos no sean capaces de reconocer sus demonios.
¿Cómo era posible ser tan ordenada y esquemática, y a la misma vez tener una mente tan amplia y abarcativa? ¿Caótica y escurridiza?
¿Cómo era posible amar a los clásicos rusos y alemanes, leer Shakespeare y Wilde, y al mismo tiempo devorar libros de ovnis, del fin del mundo y de romances imposibles?
Una vida de dualidades, buscando hacer síntesis en lugar de reconocerme caótica, creativa y temperamental.
Curiosa y experiencial.
Más exponencial que lineal.
Años queriendo encajar en una versión más estable, pragmática y desapasionada.
Más “normal”.
Hasta que en un viaje de 75 días pude ser todas. A mis anchas.
Pude ir a templos y museos y a playas y a fiestas glamorosas. A las ciudades más cosmopolitas y a aquellas de las que sólo quedan ruinas. Pude comprar estatuas de Buda y ropa japonesa.
Pude conocer gente a la que no le interesaba colocarme en ningún casillero. Gente que me preguntaba por mis aventuras y mis miedos y mis planes y no por mi estado civil o profesión.
Pude recorrer sin límites, esos que tanto había buscado.
Pude superar miedos y exigencias y ansiedades. Esas que tanto me habían perseguido.
Hasta que en un viaje de 75 días pude entregarme a vivirlo todo.
Éxtasis y dolor.
O belleza y terror, como dijo Rilke2:
“Deja que todo te suceda: la belleza y el terror. Solo sigue adelante. Ningún sentimiento es definitivo”3.
Y así, aprendiendo a abrazar finalmente esa amplitud es que volví a casa. Inmersa en la más absoluta de las dualidades, la de sentirme más plena y feliz que nunca y al mismo tiempo destrozada.
Agradecida pero desconsolada.
Por el final del viaje y por eso de que yo no soy buena para volver ni para cerrar etapas.
Por eso de que me aferro tanto a todo. Especialmente a las cosas que me hicieron feliz.
Pero las dualidades no terminaban ahí. No terminaban en la belleza de todo lo vivido y en el terror que sentí los primeros días con jet lag, viviendo de noche y durmiendo de día. Llorando desconsoladamente porque todo me parecía aburrido y predecible. Porque no iba a toparme a la vuelta de la esquina con ninguna escena improbable. Porque no iba a hablar con ningún extraño en el parque. O en la fila del supermercado, o mientras esperaba mi café.
Llorando porque en esas noches de desvelo entendí que no se puede trasplantar la vida de viaje a la vida cotidiana. A tu ciudad de siempre. A tu barrio, tu entorno.
Porque ya no soy la misma y porque todo a mi alrededor es lo mismo
Y cuando aún no terminaba de llorar por la dualidad de volver, me tocó empezar a llorar por otra dualidad, la de haber pasado 75 días disfrutando de la más absoluta libertad de caminar, nadar, volar, escalar, casi sin límites. La de mirar un mapa y tener frente a mí 20 o 30 destinos para elegir. La de sentir que por primera vez las cosas empezaban a tener sentido, que yo empezaba a entender para dónde debería ir mi vida. Que empezaba a conocer una versión de mí que me gustaba más que cualquier otra que haya sido antes.
Y cómo pudo ser posible (que por favor alguien me explique cómo pudo ser posible) que al volver a casa con todo ese impulso de amplitud yo me haya encontrado con una pandemia que vino a barrerlo todo.
A destruir. A confinar.
A limitar de una manera que resultó brutal, absurda y autoritaria.
Y yo, que siempre había buscado los límites y las definiciones. Ahí mismo cuando estaba lista para soltarlos. Para convivir con la dualidad. Aceptarla. Vivirla.
Ahí mismo llegó una pandemia a barrerlo todo.
Belleza y terror
Ese confinamiento fue para mi el terror luego de haber experimentado la belleza de la libertad.
Pero volviendo a Rilke, ningún sentimiento es definitivo. Y nunca me cansaré de volver al granjero chino con su “quizás” como respuesta a todo. Porque al final nunca sabremos qué es causa y qué consecuencia. Qué es lo que verdaderamente nos impulsa… ¿la belleza o el terror?
Y hay que seguir adelante, si. A pesar de dilemas y dualidades. De pandemias y autoritarismos. De psicópatas y fracasos.
Yo lo hice.
Muy a pesar del peor de mis terrores, el de pensar que el viaje de 75 días por el sudeste del continente Asiático haya sido lo más maravilloso que la vida tenía reservado para mí.
Hoy puedo reírme, incluso puedo sentir ternura por esa versión mía que lloraba por demasiadas cosas, la mayoría de ellas absolutamente fuera de mi control. Porque hoy sé que después de esa aventura vino otra aventura. Más larga, más compleja.
Más radical.
Y aquí me ven, viviendo el terror una vez más. El de intentar encajar (una vez más) y el de pensar si acaso esta última aventura, la de 198 días viajando por 40 ciudades de Europa y del sudeste del continente Asiático haya sido lo mejor y más maravilloso que la vida tenía reservado para mí.
Aunque quizás a esta altura la vida ya me conoce un poco más. Y quizás yo misma me conozco un poco más. Y quizás empiezo a entender que el terror para mí es impulso. Que el terror se vuelve obstinación. Y la obstinación se vuelve deseo.
Y el deseo me mueve. Me alienta. Me obsesiona.
Que al fin voy aprendiendo a creer, a confiar y a rendirme sin tanta resistencia.
Rendirme a eso que “tendía a brotar espontáneamente de mí”.
Y nunca me cansaré de preguntármelo… ¿por qué hubo de serme tan difícil?
Una foto y una pregunta
El día 1 de este viaje, recién llegada a Tokyo y aún con jet lag fui a la zona de Ginza porque necesitaba comprar algo de ropa de abrigo. En plena calle se me acerca un fotógrafo japonés y con un inglés bastante rústico me pide si podía sacarme una foto para su página de Instagram4 y contestarle una pregunta.
Dije que sí a ambas cosas.
Luego de sacarme la foto me preguntó qué era la felicidad para mí.
Y yo le respondí que viajar.
Fin de mis primeras Crónicas, las de un hermoso y largamente soñado viaje de 75 días por el sudeste del continente Asiático.
Qué lindo se siente haber llegado hasta acá 🖤.
Gracias por leer estas Crónicas :)
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Rainer Maria Rilke fue un poeta y novelista austríaco considerado uno de los poetas más importantes en alemán y de la literatura universal. Fuente: Wikipedia.
Extracto de “El Libro de Horas”, obra de Rainer Maria Rilke.
El fotógrafo es Taku Koike y su página es gnzstreetphotography. En su descripción menciona lo siguiente: Entrevisto personas de todo el mundo que vienen a Japón respecto a qué es la felicidad para ellos.
Hermoso cierre, nada más que agregar....o si ? Viajamos con vos y navegamos por Asia y tus sentimientos y emociones y yo me transporte a cada lugar y cada emoción.
Agradezco tanto que esa pestaña abierta haya sobrevivido a las cosas del trabajo y de la vida. He sido mucho más lectora que escritora en lo que va de mi vida y sé perfectamente lo que se siente encontrar "esas" palabras. Que te transportan, te inspiran, consuelan, levantan, entretienen. Saber que (quizás) mis palabras logran eso es de las cosas más emocionantes que he sentido en la vida. Gracias por leer y gracias especialmente por este mensaje. Si Asia te llama hacele caso contra viento y marea. Es indescriptible. Gracias!